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Historia de una bicicleta

12-01-2021


Historia de una bicicleta

Hace unos meses, gracias al buen hacer de Virginia Navarro, del Ayuntamiento de Elche, se puso en contacto con nosotros Adoración Aliaga, Presidenta de la Fraternidad Cristiana de Personas con Discapacidad (asociación conocida como Fráter), quien se ofreció a donar al Museo una antigua bicicleta manual. Se trataba de una bicicleta adaptada que había pertenecido a Carmen Pérez, vecina de la cercana población de San Miguel de Salinas. Cuando nos desplazamos hasta este municipio del Bajo Segura a recoger la pieza, nos encontramos con que, junto a ella, “la Fráter” también nos hizo donación de las memorias de Carmen, un libro sencillo y sincero, a través de cuyas páginas su autora desgrana su vida, junto a la de su pueblo.


Historias Vividas es una obra interesante y, desde luego, recomendable; en primer lugar, para conocer a Carmen, una mujer buena, tenaz luchadora y trabajadora incansable. Pero, además, la lectura de sus páginas nos lleva también a descubrir, por un lado, los cambios experimentados en el municipio de San Miguel de Salinas a lo largo del siglo XX; y, por otro, a conocer “la Fráter”, organización fundamental tanto en la vida de Carmen como en la de otras personas con discapacidad. En este breve texto me referiré a aquellos capítulos en los que la autora nos cuenta su niñez y juventud, los años más duros de la posguerra, que Carmen describe a través de sus recuerdos, mostrándonos un pueblo tan lejano en el tiempo como presente aun en la memoria de los mayores. De forma sucinta, también nos haremos eco del estrecho vínculo que Carmen mantuvo siempre con “la Fráter”, hecho que resultará decisivo en su vida. “Me llamo Carmen y esta es mi historia”, comienza diciéndonos…


Carmen Pérez Pastor nació en 1935 en San Miguel de Salinas, municipio situado en el denominado “Campo” del Bajo Segura, en una casa-cueva del Cabezo. Años antes, en 1924, había nacido su hermano Rafael, que a los pocos meses de vida enfermó de meningitis, infección que le causó una discapacidad intelectual.


Siendo ella pequeña, sus padres se mudaron de vivienda, al menos, en un par de ocasiones. Cuando Carmen aun no contaba dos años de edad, su tía Josefa se fue a vivir a Torrevieja y les dejó su casa. No obstante, sus familiares volvieron pronto a San Miguel porque, según Carmen, “[…] en Torrevieja empezaron a dar terremotos y a mis tíos se les metió miedo […]” (p.16). La familia cambió de nuevo su hogar, ocupando a partir de entonces un modesto inmueble de la zona en el que Carmen vivió la mayor parte de su vida.


¡Cuánto han cambiado en el último siglo tanto los barrios de cuevas de esta población, como San Miguel mismo! Carmen nos relata su infancia en un entorno de gente humilde y solidaria; las cuevas del Cabezo, un escenario que contrasta con el que en la actualidad ofrece un municipio turístico en el que conviven vecinos de distintas nacionalidades y que, en su página web, define las casas-cueva como una “tradición constructiva y arquitectónica muy peculiar de indudable importancia cultural y etnológica[1]. (En efecto, las zonas de cuevas de San Miguel de Salinas están recogidas en el inventario de Bienes de Relevancia Local (BRL) de la Conselleria de Educación, Cultura y Deporte bajo el epígrafe de “Construcciones Trogoloditas I y II” (barrio Primero de Mayo y calle Zenia y adyacentes),  conjuntos datados con anterioridad al siglo XIX[2]).


La autora rememora su niñez, cuando su padre la llevaba al molino en las tardes de verano, a la hora de la siesta, y lo hace en estos términos:


Mi padre cogía un saco de esparto, me montaba a cuscaletas y me llevaba al molino a dormir la siesta. Me tendía en el saco, a la sombra del molino. Corría mucho fresco. En aquellos años se molía trigo y cebada pero ahora solo es un monumento. Es redondo con el hueco de la puerta que ya no está, solo queda el tabique […] Yo creo que tendrían que restaurarlo porque es parte de la historia del pueblo.


En los años treinta y quizás antes fue un molino que estaba al servicio del pueblo moliendo el trigo para hacer la harina del pan” (p.253).


Carmen nos habla de su familia... Su padre iba al monte a coger esparto, con el que la madre y la hija hacían soga en la calle. De la sierra, también les traía higos, palmitos y aceitunas, con las que elaboraban un aceite casero de mala calidad. Así lo describe Carmen:


Las olivas las machacaban en un culo de cántaro con un palo grueso por abajo y fino por arriba. Mi madre era muy mañosa. Cuando la oliva estaba machacada la metía en un saco de lona muy fuerte. Después calentaba ollas de agua casi hirviendo y la echaba dentro del saco.


Mi padre buscó una tabla y le hizo unos raspados como si fuera una teja de los terrados. Ponía la tabla encima de unas piedras. El saco lo ataba por arriba, lo apretaba e iba escurriendo a un caldero. Como el aceite siempre se queda por encima, lo recogía en varias botellas. Así, por lo menos, ya teníamos aceite para tiempo” (p.23).


Su padre, que llegó a arrendar tierras en el pueblo, también se iba “a picar piedras en las canteras” o a segar a La Mancha, trayéndole a su hija caramelos que le compraba en Hellín… Su madre limpiaba a domicilio, trenzaba esparto y cuidaba de la casa y de sus hijos.


Carmen nos relata también algunas costumbres desaparecidas, que hoy nos pueden resultar curiosas, como aquella que se seguía cuando “se moría el Señor [y] en la mañana mi abuela peinaba a todas sus hijas, les ponía un pañuelo en la cabeza y no volvía a peinarlas hasta que resucitaba, sábado por la mañana, sobre las diez horas” (p.91). Era entonces cuando grupos de gente iban por la calle golpeando las puertas - “la gente les daba con palos muy fuerte” (p.91) - y gritando “¡El Señor ha resucitado!”. Y “los pobres – continúa Carmen –comíamos tortas “al follón”. Se hacían con la tapadera de una lata de conserva. Amasaban un poco de harina de cebada, la chafaban, encendían lumbre, la ponían encima y la cocían un poco. Si tenías aceite le echabas un poco por encima. Para nosotros, como si comiéramos bizcochos” (p.91). Al final del libro, entre las canciones y poemas compuestos por Carmen –uno de ellos, por cierto, sobre la exposición de la Dama de Elche en el MAHE, en 2006-, incluye la oración de los viernes, la de San Francisco y la de las almas, rezos antiguos que aprendió de su madre y de su abuela.


El Cabezo era un barrio de gente pobre, con vecinas “que les apreciaban mucho”; un barrio –como todo el pueblo entonces- sin agua corriente, por el que pasaban vendedores ambulantes, traperos o estañadores; un pueblo y una época en la que el paludismo hacía estragos, había afición “a los palomos” y el sereno avisaba a los vecinos, de madrugada, según el número de piedras que dejaban en sus ventanas; un pueblo en el que había una posada “con puertas muy altas para que entraran los carros con las mulas” (p.315); un pueblo en el que “la Tía la Sorda la Pelá” vendía por las calles el pescado que – igual que el correo- se traía de Torrevieja en una tartana…


Carmen tuvo que ayudar en casa desde pequeña. Como ella nos cuenta, “rifaba pollos, fregaza, embutidos, arroz, azúcar… Vendía papeletas por los bares, por las calles, arrastrándome, con la ropa toda rota” (p.55-56). Hasta los diecisiete años, se desplazaba arrastrándose, al no disponer de silla de ruedas o de vehículo adaptado alguno. Como nos relata en su libro, gracias a la intercesión de un misionero que visitó el pueblo, se consiguió recaudar una cantidad de dinero entre el vecindario para comprarle (en Murcia) una bicicleta manual. El 16 de julio de 1952, el día de su santo, Carmen estrenó su bicicleta, que utilizó hasta 1995, cuando compró en Cartagena un “cochecito” eléctrico. Estamos, por tanto, ante un aparato que se fabricó hace casi setenta años, estuvo en funcionamiento durante más de cuarenta y ahora reposa en nuestro museo.


En 1959, Carmen comenzó “a vender cupones” –ONCE-, actividad que desarrollaría hasta su jubilación, en el año 2000. Siempre activa e incansable, en 1970 comenzó su acercamiento a “la Fráter”, de la que ya no se separaría. Fueron muchos años de trabajo duro y apoyo mutuo en el seno de una organización decisiva para ayudar a personas con discapacidad. En el seno de “la Fráter” hizo amistades, asistió a convivencias y viajó a distintas ciudades, como Madrid o Lourdes. Gracias también a “la Fráter” conoció al “cura Manolo”, figura clave en su vida, destinado en San Miguel entre 1974 y 1978, una época especialmente convulsa de la que Carmen se hace eco haciéndonos partícipes de las pequeñas historias de su entorno. Manolo era un “sacerdote obrero” que ayudaba a los pobres y terciaba en los conflictos laborales, como el surgido aquellos años en la fábrica de calzado de San Miguel. Una persona muy querida en el pueblo, explica Carmen, que fue una de las numerosas manifestantes que recorrieron las calles apoyando al religioso y en contra de su traslado a Elche. Y mucho más nos cuenta Carmen, en un libro tan ameno como entrañable…


Gracias a la memoria de Carmen Pérez, en definitiva, podemos disfrutar de una obra excelente que nos traslada a un tiempo y a un espacio del que todos podemos aprender.


Autor: Rafa Martínez, Director del Proyecto Pusol.






[1] Ayuntamiento de San Miguel de Salinas. [En línea]. <www.sanmigueldesalinas.es/casas-cueva/>. [18 de noviembre de 2020].




[2] Conselleria de Educación, Cultura y Deporte. [En línea]. <www.ceice.gva.es/es/web/patrimonio-cultural-y-museos/brl>. [17 de noviembre de 2020].



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